Los respuestas podrían variar entre: es una plaga bíblica, el cambio climático, la ubicación geográfica, las hojas, basuras y los atentados que taponan los desagües, la falta de obras, el fenómeno del Niño o la inacción de las administraciones anteriores.
Considero por mi parte, que la principal razón de estos eventos, es eminentemente antrópica y política, consecuencia de la ausencia de ordenamiento del territorio, el irracional y perverso uso del suelo, la impericia técnica, la especulación inmobiliaria y la casi inexistente y deficitaria gestión ambiental del Estado.
Todo ello motiva que cada vez más, los vecinos de la ciudad deban soportar los efectos perjudiciales y dañosos, derivados de cada precipitación.
Ello no es responsabilidad exclusiva de esta gestión municipal, sino que es un problema reiterativo de vieja data, aunque en los últimos años este brete se ha intensificado a niveles preocupantes, como intentaremos explicitar en el desarrollo de la presente.
Reitero que al histórico problema hídrico que acarrea la ciudad (otrora manejable y solucionable), debemos sumar la ausencia de políticas de uso del suelo urbano, el incumplimiento de la normativa vigente, la realización de obras públicas y privadas ineficientes y sin los estudios de impacto ambiental, la deforestación urbana, reducción e impermeabilización de plazas y paseos, todo lo cual ha desbordado y agravado la situación, como lo ha documentado, después de cada lluvia, algunas insignificantes, la crónica periodística.