El brazo criminal del hambre sí los atrapa y los aprieta en las chozas sin puerta y techo de nailon negro para que no entre la resolana de cuarenta grados de enero.
Es Salta, la linda. La lustrosa y bella de gobernador joven y bello del mismo origen político que sus antecesores -propietarios de las voces mediáticas que denuncian el hambre que construyeron todos, todos, condena sobre condena-; la Salta que encierra la tragedia argentina más imperdonable: tres niños muertos por desnutrición. Apenas en una semana.
"Cuando volví del monte a casa mis hijos me pedían comida, pero yo no tenía. Aquí hay días que comemos y otros que no. El sábado, cuando murió Leandro, no habíamos comido nada". Tenía un año y medio Leandro Arias. Rocío Soruco, de tres, se ató en las alitas su mínima maleta de una estrella y tres sueños y se fue a las pocas horas, junto con él. Era hija de uno de los caciques de la zona de misión Sachapera. Ella tampoco comía cuando se la llevó un vientito en el Hospital de Tartagal.